miércoles, 3 de febrero de 2010

Memoria de Haití


En octubre de 1988, cuando llegué a Puerto Príncipe luego de un engorroso vuelo inicial México-Miami, el general Prosper Avril, duvalierista de pura cepa, estaba nuevamente en el poder en Haití, mediante el conocido recurso del cuartelazo. Había removido del sillón presidencial al también general y duvalierista impenitente Henri Namphy, quien a su vez le dio un golpe militar al presidente Leslie Manigat, triunfador en las controvertidas elecciones de enero de ese año, quien había decidido pasarlo a retiro. Los comicios, hay que consignarlo, fueron manipulados por los partidarios de la dinastía Duvalier, quienes se repartieron los cargos en el gabinete de Manigat.
Namphy y luego Avril, mantuvieron en lo fundamental la estructura del poder, pero quien controlaba en buena medida a la mafia duvalierista, era el arzobispo de Puerto Príncipe, Francois-Wolff Ligondé, nombrado para el cargo por Paulo VI y, posteriormente, protegido por Juan Pablo II, quien tuvo para él innumerables deferencias, pese a las incesantes denuncias en contra del prelado haitiano.
Ligondé, amigo personal del dictador Francois Papa Doc Duvalier, mentor del hijo y sucesor del tirano, Jean-Claude Baby Doc Duvalier, fungía en 1988 como jefe máximo de los Tonton Macoute, fuerza paramilitar de choque y represión creada por Papa Doc a imagen y semejanza de las camisas negras de Mussolini. Su denominación oficial era Voluntarios para la Seguridad Nacional.
El arzobispo –consagrado por Antonio Samore, futuro cardenal, clérigo muy ligado a las dictaduras militares sudamericanas-- oficiaba la misa en la catedral de Puerto Príncipe, con una pistola calibre .45 en el cíngulo, una especie de cinturón que utilizan los sacerdotes católicos sobre el alba, vestimenta de color blanco, similar a la sotana, la cual forma parte de los ornamentos litúrgicos. Así me lo habían contado.
Y así lo vi cuando, ante una pregunta que le pareció particularmente incómoda, acerca de sus vínculos con los Duvalier y el duvalierismo, Ligondé me mostró, como sin querer, el arma que llevaba. Apenas había terminado la misa y nos encontrábamos en la sacristía de la catedral, acompañados por dos silenciosos asistentes, uno de los cuales se ausentó a una señal casi imperceptible de su jefe. Poco después supe por qué.
En su novela “Los comediantes”, que retrata con vigor, puntualidad y realismo el infierno que fue Haití bajo los Duvalier, el escritor británico Graham Greene describió la demencial crueldad, el fanatismo, la superstición, la ignorancia, la corrupción y la ambición irrefrenable del régimen, sus personeros y aliados, entre ellos los estadunidenses, la iglesia católica y muchos europeos y latinoamericanos.
Papa Doc promovió el vudú a su manera y para su conveniencia. Buscó deliberadamente ser identificado con el Barón Samedi, un loa –espíritu intermediario entre el género humano y Papa Bondye, gobernante del mundo sobrenatural—identificado con la muerte y el placer sexual extremo, basado en el dolor y la tortura. Por eso, Francois Duvalier usaba lentes oscuros y vestía de negro, con camisa blanca y sombrero de copa.
Tras ordenar el asesinato de sus adversarios y opositores, ordenaba que le llevaran sus cabezas y conversaba con ellas, convenientemente dispuestas a su alrededor, desde la comodidad de su tina de baño. Greene recibió información al respecto de un valioso informante, el periodista haitiano Aubelin Jollicoeur, quien tenía acceso a la elite de su país, comenzando por Papa Doc y el arzobispo Ligondé.
Jollicoeur fue un personaje singular. Impecablemente vestido, casi siempre de blanco, usaba chaleco y corbata pese al calor infernal de Puerto Príncipe y lucía un bastón con empuñadura de oro. Asiduo del restaurante y sobre todo del bar del Hotel Oloffson –una especie de casa de muñecas construida originalmente como residencia de la influyente familia Sam--, estaba dispuesto a conversar con cualquier extranjero que le pagara unos tragos.
Lo que revelaba, dependía en alguna medida de su grado de embriaguez, pero sobre todo de su insuperable espíritu de supervivencia. Solía decir que, para sobrevivir, “en Haití, todos somos comediantes”. Y tenía razón, aunque la comedia generalmente derivara en tragedia.
Jean-Bertrand Aristide, por entonces un sacerdote salesiano cuya fama popular iba en aumento, párroco de una concurrida iglesia en la paupérrima comunidad de La Saline, líder social carismático, político de nuevo cuño, culto, que dominaba varios idiomas y había estudiado en Europa, aspirante a la presidencia para instaurar en Haití un régimen de justicia social y verdadera democracia, vivía en la clandestinidad, perseguido por el gobierno de facto y los fanáticos duvalieristas.
Mi visita, periodística por supuesto, estaba definida por dos propósitos: saber cómo se vivía o se sobrevivía en Haití luego de la noche larga del duvalierismo y hablar con Aristide y algunos otros personajes importantes del momento, como Avril, Namphy, Ligondé y un haitiano entrañable para México y los mexicanos: Gérard-Pierre Charles, eminente especialista en ciencias políticas quien, durante poco más de un cuarto de siglo de exilio, fue profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y recibió, al final de su vida, la máxima condecoración que otorga México a las grandes personalidades que no han nacido en este país, pero lo han servido y amado como el maestro Charles: la Orden del Águila Azteca.
En su casa de Haití, Charles –quien murió en 2004--, me habló de cómo los duvalieristas y los militares, patrocinados por Washington, se empeñaban en mantener al pueblo haitiano en la miseria, la sumisión y la ignorancia, mientras la elite haitiana y casi todos los extranjeros pudientes, incluidos los diplomáticos, vivían en Pétionville, el lujoso suburbio de Puerto Príncipe, comparable con las Lomas de Chapultepec en la ciudad de México, que disponía incluso de su propio sistema de agua potable y alcantarillado, mientras la mayor parte de la capital haitiana carecía de los servicios básicos.
Charles y Aristide confluyeron en la fundación del Movimiento Lavalas, que en 1990 llevaría al excura a la presidencia de Haití, pero en aquel agosto de 1988 nadie podía intuirlo siquiera. El maestro me consiguió una entrevista con Aristide, en algún suburbio ignoto de Puerto Príncipe, dentro de una casa casi en ruinas, sin energía eléctrica, a la que me llevaron con los ojos vendados. Durante un par de horas conversé con aquel líder de fuego, apasionado, visionario. Y me dijo, al despedirnos: “Vuelva cuando yo sea presidente. Necesito ojos amigos que vean el nacimiento del nuevo Haití”. No pude regresar.
Pero la memoria va y viene, en cierto desorden. Antes de esa reunión con Aristide y después de mi accidentada conversación con el arzobispo Ligondé, salí de la catedral, a donde me había llevado un taxista, Pierre-Claude, recomendado por la embajada de México, que fue mi guía, mi intérprete y mi amigo. Caminaba por el amplio atrio de la iglesia, rumbo a la calle donde me esperaba el taxi, cuando tres mocetones altos, delgados, correosos, con gruesas varas de madera en la mano, me interceptaron, me gritaron estridentemente en créole y sin más, comenzaron a golpearme.
En el suelo, tratando de protegerme con manos y piernas, escuché la voz desesperada de Pierre-Claude, quien les exigía a gritos que no lastimaran al periodista mexicano… Así me lo contó él, porque yo no entendía ni pizca de créole; y me dijo que mis atacantes eran, cómo no, tonton macoutes. La golpiza cesó, mi amigo me llevó casi a rastras al automóvil y luego al hotel, donde me revisó un médico. Por fortuna, todo quedó en raspones y moretones.
Días después, el 12 de octubre, fiesta nacional de España, asistí a la recepción en la embajada española, invitado por la embajada de México. El embajador español, cuyo nombre no recuerdo, escuchó el relato de mi encuentro con los tonton macoutes, me felicitó por haber recibido solamente unos golpes, aun si fueron duros; y remató: “Es usted un tío con suerte. El año pasado, en ese mismo atrio, los tonton mataron a dos periodistas…”
De Puerto Príncipe recuerdo los colores, la música, la alegría de la gente, el extravagante y abigarrado colorido de los autobuses urbanos (tap tap), la suciedad, la pobreza, las calles sin pavimento, los olores, la musicalidad incomprensible del créole, las esperanzas de un pueblo, la convicción de Aristide, la soberbia criminal de Ligondé.
Y también, las mansiones de Pétionville, el racismo práctico de los haitianos acaudalados, aunque ellos mismos eran negros; los bares, los centros nocturnos, los prostíbulos donde la mayoría de las profesionales eran dominicanas. Poco tenía entonces al pueblo haitiano; alcanzó algo más con Aristide… Y luego vinieron más golpes, revueltas, violencia, muerte. Y el terremoto. Así va la memoria de Haití.

Léanme también en CEINPOL, donde publico mi columna Más allá de la noticia:
http://www.centrodeinteligenciapolitica.com/2010/01/memoria-de-haiti-mas-alla-de-la-noticia.html